Una señora con la piel oscura y arrugada por el sol o por los rayos uva. Entra en el vagón de metro como si fuera una reina, altiva, tiesa, el cuerpo ceñido por un traje de falda y chaqueta con rayas de cebra; y ocupa su asiento cruzando las piernas.
Van pasando las estaciones sin que apenas haga un gesto que altere su posición erguida, cuando la llaman por teléfono. Abre el bolso de charol, coge el móvil sin prisa y contesta dulcemente. Escucha. Vuelve a hablar despacio, con mesura, y luego atiende otra vez con amabilidad y con paciencia. De repente, tuerce la boca y frunce el ceño, gritándole al aparato.
– ¡Tú lo que tienes son pelos en el corazón! -me sorprende el tono de su voz, que se ha vuelto grave como la de un hombre.
Vuelve a escuchar de nuevo, pero esta vez se remueve intranquila en el asiento y tiene la cara desencajada.
– ¡Un corazón con pelos! ¡Eso es lo que tú tienes!
Entonces se levanta, roja de ira, y con el iphone aún pegado a la oreja, sale del convoy, que acaba de pararse en la estación de Atocha. Montada en sus tacones de aguja, se dirige rauda hacia las escaleras mecánicas, pero se detiene en seco. Y en un gesto de rabia, tira el teléfono a la papelera más cercana, vociferando algo que yo ya no puedo oír porque el vagón ha vuelto a cerrar las puertas y se está poniendo otra vez en marcha.
Lo último que veo antes de entrar en el túnel, es que la gente del andén se vuelve para mirarla.